viernes, diciembre 04, 2009

Acariciar el dolor


Esta noche viví junto a mis hijos un momento memorable.
Hoy vengo de un día de pérdidas. Saldos negativos, números rojos (como dice C). En síntesis, un alma herida y dolorida.
Desde que llegué, temprano, en la tarde, traté por todos los medios de ocultar mi tristeza, mi desazón, ese sentido de vacío y de pérdida de las cosas añoradas y amadas.
Fingir, ocultar y reprimir se vuelven un hábito cuando uno no desea afligir a esas pequeñeces que viven en un mundo de romances y dinosaurios. Lo sobrellevé bastante bien con la ayuda de un par de whiskys y cigarrillos (aún a costa de una tos perruna que me persigue desde hace unos días), y fuerza, mucha fuerza en los párpados para no derramar uno solo de esos cristales efímeros.
Estábamos solo ellos y yo para cenar. Los invité, a M y a C a ayudar en la preparación de unas pizzas, que a fuerza de mi desgano, surgieron majestuosas de sus diminutas manos. Tanta era mi inercia que hasta dejé que manejaran el horno, cosa que hicieron con certeza y gracilidad. Mi ánimo solo me dejó poner la mesa y cortar las suculentas pizzas que sus “párvulas” manitos habían preparado.
Comenzamos a cenar, pero es tanto el vínculo que hemos creado, que no pude evitar quebrarme en el llanto, cuando los ví allí, tan junto a mi, tan tenaces en su ayuda y su compañía. Entre sollozos les dije que estaba profundamente triste, que ese había sido un día de “cierre de capítulos”, de pérdidas para siempre, como el para siempre de ser felices y comer perdices pero exactamente al revés: o sea un día de duelos. Entonces, se produjo algo que aunque pasen todos los años de mi vida, jamás olvidaré: Los cuatro me rodearon con sus abrazos y sus besos y compartieron mis lágrimas.
Vi como esos hermosos ojos se volvían cristalinos, como T derramaba y secaba inmediatamente sus lágrimas. Me acariciaron la cabeza y las manos como hacía tiempo nadie lo hacía, con la misma ternura que usaban mis padres para exorcizar demonios nocturnos o pesares de infancia. Fui un llanto de niña bajo el consuelo de mis niños-padres. Me resulta difícil explicar el amor que nos unió en ese abrazo de cinco, en esa tristeza llena de razones para mí y cómplice de amor de ellos. No buscaban porqués o causas posibles, lo único que importaba para su ternura era abrigarme, arroparme en su inmenso amor. No importaba comprender los vericuetos del alma herida de su madre, sino acudir al consuelo.
Sentir que un hijo te acaricia el dolor es lo más hermoso que puede pasarte. Es una tibieza que atraviesa el corazón, que lo ablanda, que lo transforma en una revelación de amaneceres.
Ahora estoy aquí, aún conmovida por ese momento que marca un hito en mi historia de madre. Ellos están allí, en sus dibujos y películas de dinosaurios y romances.
Y aunque no lo saben, hoy algo ha cambiado en mi vida…para siempre.

4 comentarios:

  1. Ay, qué ternura me da, por favor...

    Son esos momentos inolvidables y nutricios.

    Besos y abrazos, y que cierre la herida.

    ResponderEliminar
  2. Gracias Mile!!!. Seguro que todo irá bien, solo es cuestión de tiempo.
    un abrazote

    ResponderEliminar
  3. Seguro, todo irá bien. Los niños crecen sin darnos cuenta, los buenos y malos momentos sirven para ello,cuando nos mostramos ante ellos como somos, fuertes y débiles, les enseñamos a enfrentar, a tomar decisiones y a unir lazos de cariño. Tienes una familia preciosa. Un abrazo muy fuerte.

    ResponderEliminar
  4. Primera vez que llegó por acá, no sé cual es tu perdida, imagino por lo que contás, que es de trabajo. Me conmovió lo que contás de tus hijos, quizas por haberlo vivido también, el apoyo de ellos y la comprensión, y eso se que le quita intenisdad a lo otro.
    Es un momento inolvidable, por suerte.
    te sigo leyendo.
    un beso

    ResponderEliminar

Pase y comente: