Te quiero mucho!
Escucho una canción que sonó mil veces en aquel tiempo de mi adolescencia.
Recuerdo que nos juntábamos en la casa de algún amigo/a con un montón de long plays y ya, la cosa era sentarse donde se pudiera, generalmente sobre muchos almohadones, a escuchar, a tomar gaseosas y picotear papas fritas, y para los más osados prenderse un cigarrillo. Así se descolgaban las horas, sin otro objetivo que juntarnos a tararear canciones, una detrás de otra, dirigidos por el que oficiaba de DJ y al que en caso de aburrirnos demasiado, desplazábamos cruelmente.
Recuerdo que nos reíamos mucho. Esa también era una condición para el encuentro: la risa. Nos reíamos de tonterías, de un sinfín de anécdotas que recopilábamos pausada y meticulosamente del anecdotario escolar de ese y de años pasados. Nos sentíamos una pequeña cofradía, en la que cada uno tenía una fuerte identidad que era reconocida y amada por sus pares. No había defectos ni sarcasmos, no había lugar para ninguna clase de destierro, de haberlo habido, toda la cofradía hubiese padecido heridas de guerra.
La música era un nexo poderoso y venerado. Nos hermanaba. Había canciones que nos oscurecían momentáneamente, y todos sabíamos que cada uno estaba viviendo esas palabras de un modo distinto, pero muy semejante al del otro. Éramos parte de un todo que sentía al unísono.
Éramos jóvenes y hermosos.
La vida era una larga, larguísima aventura que apenas asomaba su rostro. Estaba llena de promesas, de desafíos, estaba llena, cargada hasta rebasar, de horas vacías que nos esperaban ansiosas. ¡Había tanto territorio abierto e inacabable para la conquista! Infinitos cielos y estrellas para soñar, millones de hojas en blanco para garabatear ideas e ideales. Paredones altísimos para pintarrajear corazones y dibujar palomas.
Éramos jóvenes, muy jóvenes y muy hermosos.
Teníamos esquinas de encuentro perfectamente establecidas y demarcadas, calles que repetíamos bajo nuestras pisadas estación tras estación. Amábamos las tormentas y nos despatarrábamos bajo el sol. La hora rosada del atardecer nos hacía íntimos, y nos animábamos a las noches calurosas de verano con movimientos gatunos. Cambiábamos todo, estampillas, cartas, anillos, sweters, cadenitas, discos, bufandas. Guardábamos flores y hojas secas en libros y cuadernos. Fumábamos a escondidas, bailábamos por las calles y también llorábamos, a veces llorábamos mucho, por cualquier cosa.
Pensándolo bien, éramos demasiado jóvenes y demasiado hermosos.
Dios bendiga cada una de las lágrimas con las que termino este nocturno. Porque cada una de ellas tiene sus nombres, seguramente si pudiese verlas más de cerca también tendría sus caras, y si pudieran susurrarme, tendrían sus voces.
Recuerdo que nos juntábamos en la casa de algún amigo/a con un montón de long plays y ya, la cosa era sentarse donde se pudiera, generalmente sobre muchos almohadones, a escuchar, a tomar gaseosas y picotear papas fritas, y para los más osados prenderse un cigarrillo. Así se descolgaban las horas, sin otro objetivo que juntarnos a tararear canciones, una detrás de otra, dirigidos por el que oficiaba de DJ y al que en caso de aburrirnos demasiado, desplazábamos cruelmente.
Recuerdo que nos reíamos mucho. Esa también era una condición para el encuentro: la risa. Nos reíamos de tonterías, de un sinfín de anécdotas que recopilábamos pausada y meticulosamente del anecdotario escolar de ese y de años pasados. Nos sentíamos una pequeña cofradía, en la que cada uno tenía una fuerte identidad que era reconocida y amada por sus pares. No había defectos ni sarcasmos, no había lugar para ninguna clase de destierro, de haberlo habido, toda la cofradía hubiese padecido heridas de guerra.
La música era un nexo poderoso y venerado. Nos hermanaba. Había canciones que nos oscurecían momentáneamente, y todos sabíamos que cada uno estaba viviendo esas palabras de un modo distinto, pero muy semejante al del otro. Éramos parte de un todo que sentía al unísono.
Éramos jóvenes y hermosos.
La vida era una larga, larguísima aventura que apenas asomaba su rostro. Estaba llena de promesas, de desafíos, estaba llena, cargada hasta rebasar, de horas vacías que nos esperaban ansiosas. ¡Había tanto territorio abierto e inacabable para la conquista! Infinitos cielos y estrellas para soñar, millones de hojas en blanco para garabatear ideas e ideales. Paredones altísimos para pintarrajear corazones y dibujar palomas.
Éramos jóvenes, muy jóvenes y muy hermosos.
Teníamos esquinas de encuentro perfectamente establecidas y demarcadas, calles que repetíamos bajo nuestras pisadas estación tras estación. Amábamos las tormentas y nos despatarrábamos bajo el sol. La hora rosada del atardecer nos hacía íntimos, y nos animábamos a las noches calurosas de verano con movimientos gatunos. Cambiábamos todo, estampillas, cartas, anillos, sweters, cadenitas, discos, bufandas. Guardábamos flores y hojas secas en libros y cuadernos. Fumábamos a escondidas, bailábamos por las calles y también llorábamos, a veces llorábamos mucho, por cualquier cosa.
Pensándolo bien, éramos demasiado jóvenes y demasiado hermosos.
Dios bendiga cada una de las lágrimas con las que termino este nocturno. Porque cada una de ellas tiene sus nombres, seguramente si pudiese verlas más de cerca también tendría sus caras, y si pudieran susurrarme, tendrían sus voces.
Mi querida amiga hermana... porque fuimos esos jóvenes tan, pero tan enormmente hermosos, somos hoy estos adultos (¿adultos dije? jajaj!)... Sí, estos grandes y hermosos adultos que hoy somos... No sin tropiezos, no sin llantos, no sin equivocaciones... pero sí con una gran y feliz vida por delante, para que, si Dios nos lo concede, llegar a ser unos hermosos ancianos, con miles de carcajadas para hacer explotar! Amiga, somos afortunadas! A veces se nos pone la vida un poco más difícil, pero sólo un poco, porque seguramente, muchas de las cosas que van sucediendo mientras tanto alrededor valen la pena disfrutarlas porque es posible que te ayuden a ser felíz!
ResponderEliminarCreo de corazón, que somos capaces de reírnos como entonces! Bueno, y no prometo despatarrarme al sol, porque hoy sería papelón,
pero soy capaz, y te creo capaz de amar una tormenta...
Te quiero tanto! :)