domingo, septiembre 04, 2011

Los afiladores

En cada otoño, suelen visitarme antiguos fantasmas.
Uno, me trae la canción de Serrat que escuchaba en mis primeros años adolescentes, especialmente en las tardes frías de llovizna y que se llama Balada de Otoño:

Llueve,
detrás de los cristales llueve y llueve
sobre los chopos medio deshojados,
sobre los pardos tejados,
sobre los campos llueve.

Pintaron de gris el cielo,
y el suelo
se fue abrigando con hojas,
se fue vistiendo de otoño.
La tarde, que se adormece,
parece
un niño que el viento mece
con su balada de otoño.

Una balada de otoño,
un canto triste de melancolía
que nace al morir el día.
Una balada de otoño,
a veces como un murmullo,
a veces como un lamento
y a veces viento.

Aún recuerdo poner el disco en el tocadiscos y pararme frente a la ventana de mi cuarto murmurando cada palabra.
Mi bufanda verde tejida con punto santa clara también es otro fantasma, mi paso sobre las hojas caídas que formaban un colchón mullido a través de las calles, el viento del sur, los viejos portales conocidos, antes que eso, los barriletes desplegándose sin prisa por el cielo de los potreros del barrio. No hace mucho hablé de los potreros con mis hijos y ellos me escucharon con asombro.
Pero si los fantasmas pueden llegar con cierta demora, o ausentarse algún año, el que nunca falta a su cita es el del afilador.
Su música extraña y lejana, triste y esquiva, recorre aún los laberintos de la evocación sin mancha. La recuerdo como un aviso presuroso, y por eso lo de esquiva, el paso del afilador, con su bicicleta vieja y pesada, era veloz, no esperaba. Si los cuchillos necesitaban chispear su hoja fatal sobre la piedra esmerilada, había que correr y alcanzarlo, gritar su nombre con hidalguía: EHH! afilador!!, y entregarle ese tesoro que bajo el sonido agudísimo de la piedra cobraría nuevos bríos, se volvería más plata o más acero, más asesino. Mi abuela Angelita, siempre tenía cuchillos para afilar, nobles hojas heredadas que renovaban su hambre en cada paso por la piedra.
Y cada otoño, como en aquellas tardes frías de mate cocido y pan con manteca, vuelvo a escucharlo, vuelvo a sentir el filo de la hoja en la flauta triste y lejana del afilador...
A veces salgo corriendo, por temor a que ya se vaya y no vuelva, lo busco con la mirada tumultosa... y ya no lo veo.
¿A dónde se han ido todos los afiladores?